domingo, 8 de noviembre de 2015

Laocoonte y sus hijos



El Laocoonte es uno de los conjuntos escultóricos más impresionantes de toda la Historia del Arte universal. A pesar de las diferentes hipótesis que se han barajado, lo más probable es que fuera realizado en el siglo I d. C. para un mecenas romano, por los artistas Agesandro, Polidoro y Atanadoro, de la Escuela de Rodas. Pertenece, por tanto, a la última etapa de la escultura clásica griega, el llamado período helenístico. Se sabía de su existencia gracias a una antigua descripción de Plinio el Viejo, pero estuvo oculta bajo tierra hasta que fue descubierto en el año 1506, en la ciudad de Roma. El Papa Julio II envió a Giuliano da Sangallo y a Miguel Ángel para que identificaran la estatua, y desde entonces se conserva en los Museos Vaticanos.
El grupo representa a Laocoonte, sacerdote troyano de Apolo, en el momento de ser devorado por dos grandes serpientes marinas. Laocoonte había prevenido en vano a sus compatriotas contra el caballo de madera que los griegos les habían regalado, haciéndolo pasar como una ofrenda votiva a la diosa Atenea, cuando en realidad era un ardid para ocultar a los soldados que luego abrirían las puertas de la ciudad. Mientras los troyanos decidían si debían arriesgarse a introducir el caballo en la ciudad, Poseidón, enemigo de Troya, envió a las serpientes para que castigasen a los hijos de Laocoonte. Las serpientes se enroscaron en el cuerpo de los niños y Laocoonte luchó por soltarlas, pero ellas le estrangularon a él y a los niños. Los troyanos se convencieron de que aquello era una señal de los dioses para ignorar las advertencias del sacerdote y finalmente llevaron el caballo dentro de las murallas de la ciudad. De esta forma provocaron inconscientemente su propia destrucción.
El mito está recogido en la Eneida de Virgilio y ha sido un tema de inspiración muy repetido para artistas y escritores de todas las épocas. En la segunda mitad del siglo XVIII, en plena efervescencia neoclásica, se generó en Alemania un interesante debate sobre las cualidades estéticas de este grupo escultórico. Los principales protagonistas de este debate fueron Johann Winckelmann y Gotthold E. Lessing. Otros intelectuales de Alemania como Goethe, Herder, Novalis y Schopenhauer también escribieron sobre el Laocoonte, apreciando cada uno de ellos matices ligeramente diferentes en la expresividad de las figuras. Por su interés para la crítica de arte, reproducimos aquí los comentarios de Winckelmann, publicados en 1764 en su renombrada Historia del Arte de la Antigüedad:

«Laocoonte nos ofrece el espectáculo de una naturaleza sumergida en el más vivo dolor bajo la imagen de un hombre que reúne contra sus ataques toda la fuerza de su alma. Mientras sus sufrimientos hinchan sus músculos y contraen sus nervios, veis su espíritu armado de fuerza resplandecer sobre su frente surcada y su pecho, oprimido por la violenta respiración y la contracción cruel, elevarse con esfuerzo para contener y concentrar el dolor que lo agita. Los gemidos ahogados y el aliento retenido extenúan la parte inferior de su cuerpo, hunden sus flancos, lo cual nos deja ver, por así decir, sus vísceras. Sin embargo, sus propios sufrimientos parecen afectarle menos que los de sus hijos, que elevan los ojos hacia él implorando su ayuda. La ternura paternal de Laocoonte se manifiesta en sus miradas lánguidas: la compasión parece flotar sobre sus pupilas como un sombrío vapor. Su fisonomía expresa las quejas y no los gritos, sus ojos dirigidos hacia el cielo imploran la ayuda suprema. Su boca respira la postración y el labio inferior que desciende está agobiado por ella; pero en el labio superior levantado su postración está unida a una sensación dolorosa. El sufrimiento, mezclado de indignación por el injusto castigo, sube hasta la nariz, la hincha y estalla en las aletas dilatadas y levantadas. Bajo la frente se representa con la mayor sagacidad el combate entre el dolor y la resistencia que están como reunidos en un punto pues, mientras que aquél le hace levantar las cejas, ésta comprime la carne sobre el ojo y la hace descender sobre el párpado superior, casi, enteramente cubierto por ella. El artista, al no poder embellecer la naturaleza, se ha aplicado a darle más contención, más vigor: allí mismo donde ha puesto el mayor dolor se encuentra también la belleza más alta. El costado izquierdo, en el cual la furiosa serpiente arroja por la mordedura su veneno mortal, es la parte que parece sufrir más debido a la proximidad del corazón, y esta parte del cuerpo puede decirse que es un prodigio del arte. Quiere levantar las piernas para sustraerse a sus mandíbulas. No hay parte alguna en reposo. El mismo toque del maestro contribuye a la expresión de una piel entumecida.
El carácter general en que reside la superioridad de las obras de arte griegas es el de una noble sencillez y una serena grandeza, tanto en la actitud como en la expresión. Así como las profundidades del mar permanecen siempre en calma por muy furiosa que la superficie pueda estar, también la expresión en las figuras de los griegos revela, en el seno de todas las pasiones, un alma grande y equilibrada.
Tal es el alma que se revela en el rostro de Laocoonte (y no sólo en el rostro) dentro de los más violentos sufrimientos. El dolor, que se manifiesta en cada uno de los músculos y los tendones del cuerpo y que, aún sin considerar el rostro y las restantes partes, se cree casi sentir en uno mismo a la sola vista del bajo vientre dolorosamente replegado; este dolor, decía, no se exterioriza, sin embargo, en el menor rasgo de violencia en el rostro ni en el conjunto de su actitud. Laocoonte no profiere los horrísonos gritos de aquel sacerdote al que cantó Virgilio: la abertura de la boca no lo permite; se trata más bien de un gemido angustioso y acongojado como el que describe Sadoleto en De Laocoontis Statua. El dolor del cuerpo y la grandeza del alma están repartidos, y en cierto modo compensados, con el mismo vigor por la entera estructura de la figura. Laocoonte sufre, pero sufre como el Filoctetes de Sófocles: su miseria nos alcanza hasta el alma, pero desearíamos poder soportar la miseria como este gran hombre.
Ante el espectáculo de este prodigio del arte, olvido todo el universo; yo mismo tomo una posición más noble para contemplarlo con dignidad. De la admiración paso al éxtasis. Embargado de respeto, siento mi pecho que se dilata y se eleva, sensación que experimentan los poseídos por el espíritu de las profecías. ¡Cómo poder describirte, oh inimitable obra de arte! Haría falta que el Arte mismo se dignara inspirarme para conducir mi pluma.»
 Bibliografía: Josué Llull 
Reyes